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Reguetón y trap: el ruido del neoliberalismo


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Gibran Hernández


No tienen la agilidad de la salsa, ni el sabor de la cumbia, tampoco la sensualidad del tango, ni la estética del trance o del break dance, mucho menos tienen la musicalidad de todos éstos, ni las voces increíbles y naturales de los mismos que no necesitan ser afinadas digitalmente, ni necesitamos utilizar subtítulos para entender qué demonios dice la letra, tampoco tienen versos de la calidad que se pueden encontrar en todos los géneros musicales que mencioné, sin embargo nos restriegan con artículos zalameros hacia éstos dos fenómenos masivos pretendiendo enaltecerlos con falacias ridículas, por ejemplo que son ritmos afrodescendientes y por ende criticarlos es “racista”, que vienen “del barrio” y por ende al repudiarlos se es clasista, pero como ya me tienen frito como músico esas peroratas, hoy voy a desbaratarlas una a una.


Primeramente no me molestaría la existencia y persistencia del trap y el reguetón si no fueran tan invasivos con sus campañas publicitarias, si no tuviera que escuchar su taladrante y repetitivo ruido en todas partes: no puedes ni siquiera ver un video que no tenga nada que ver con ello sin que te aparezca un clip completo o varios promocionando a otro sordo tonal más. Luego está la cuestión musical: soy guitarrista y cantante, arreglista, me considero un melómano. Por eso es que me resulta intolerable escuchar a alguien que no puede ni pronunciar el castellano, ya no digamos colocar la voz y afinar, decir rimas pésimas, cargadas de misoginia, vulgaridad e idiotez, con el mismo ritmo cansino del dembow o el uso fastidioso de platillos digitales hasta el hartazgo y que encima digan que eso son ritmos del África: como si fueran equiparables a la Samba o el Songo, o el Huahuancó. Latinoamérica misma tiene ritmos propios derivados del mestizaje de culturas que somos, todos con su belleza y complejidad, pero sobretodo, realizados por músicos ejecutantes reales, no generados por un sampleo mediocre de computadora saturado a más no dar.


Algunas vacas otrora sagradas y hoy olvidadas han buscado migajas y un rincón en el éxito que representa económicamente ese fenómeno de mediocridad en todos los sentidos, pero únicamente han intentado congraciarse con la industria que gana bastante con ello y lo que quieren es un mendrugo de su mesa nada más. Para ello han intentado bien participar de ese epítome del mal gusto y la sordera tonal o bien se han dedicado a ensalzarlo y justificarlo, para vendérnoslo como la más alta cultura. Patéticos.


¿Cuál es entonces el problema? Pues son varios, el primero es que es el primer género no creado por músicos, hay que decirlo: no son cantantes, si lo fueran no necesitarían afinación digital para grabar, y no la usan como una herramienta de retoque nada más: dependen totalmente de su abuso para que la gente no los quite de la reproducción. Tampoco ejecutan ningún instrumento y muchas veces ni siquiera utilizan sonidos propios: reciclan sampleos, lo que no es pecado, el Hip-hop lo ha hecho siempre, pero la diferencia de sonido es abismal. No recuerdo que Eminem, el Dr. Dre o ningún rapero me resultase insoportable de escuchar, por el contrario. Sus letras además tenían mucha creatividad, ideas, su dominio de la improvisación, de su timbre y de la rima es algo que uno tiene que reconocer. No ocurre así con los reguetoneros y trap-eros.


¿Qué es lo que ofrece entonces? ¿Por qué es masivo? Simple: no requiere ningún esfuerzo. Cualquiera puede simular que copula en la pista y restregarse con el mismo ritmo repetitivo, cualquiera puede “cantar” lo que suena si no necesita ni siquiera pronunciar correctamente, cualquiera puede sentir que baila, sentir que canta, aspirar de hecho a ser “artista” del género, porque puede ser cualquiera, como ya lo han demostrado productores afinando hasta conversaciones y poniéndoles una base.


Y lo único que pido en mi diatriba y guerra personal contra el ruido del neoliberalismo es eso, que dejen de glorificarlo, de justificarlo y de creer que repudiarlo “ya no es válido en el siglo XXI”: tenemos derecho a que no nos guste y a rechazarlo, sobretodo los músicos que nos esforzamos en sonar lo mejor posible. Sí, van a seguir consumiéndolo, sí, va a seguir siendo masivo, de la misma manera que las moscas consumen estiércol y no por eso seguimos sus consejos nutricionales.


Deja dinero, es fácil, es desechable, esa es toda su gracia. Simplemente dejen de intentar imponérnoslo a todos los que aún amamos la música, dejen de decir que es porque no sabemos bailar o porque somos racistas y clasistas: sus “artistas” se la viven presumiendo sus lujos y superficialidad, lo que es realmente clasista. Racista es desaparecer el resto de ritmos latinoamericanos y pretender que uno totalmente sintético los representa a todos o es superior sólo por el número de reproducciones.


Siguiendo esa lógica entonces los jazzistas más magistrales no son buenos músicos porque no abarrotan los conciertos, cosa absurda.


Cuando tengan algo inteligente que decir, bien escrito, cuando creen algo que no dependa únicamente de la repetición mecánica que abusa de los centros de recompensa cerebrales para funcionar, cuando puedan rapear bien, cantar afinados sin depender de software, cuando su baile sea algo realmente creativo y sensual, cuando ejecuten instrumentos en vivo, entonces podrán decir que hacen música y seré el primero en reconocerlos como artistas, pero como no es así, seguiré esperando a que pase de moda por fin el mal gusto y mientras escucharé a todos los músicos que siguen en el anonimato gracias a la pereza de las masas, a su incapacidad de escuchar algo virtuoso porque ya no lo sienten cercano, emulable y alcanzable, a su flojera de no querer aprender un baile más complejo, a consumir sólo lo que les ponen a la mano porque es lo más cómodo.


El artista no tiene que ser algo fácil de emular: su gracia es precisamente que puede hacer algo bello y único, que tiene una habilidad que ha desarrollado con esfuerzo y talento.



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