Gibran Hernández
Cuando era adolescente solía ser más radical en mi postura política, muy probablemente por la lectura de textos históricos que glorificaban los logros de los rebeldes a través del tiempo, desde Espartaco hasta Ernesto Guevara. También era común leer sobre el espionaje y la contrainsurgencia, los métodos de tortura de las agencias de inteligencia, los asesinatos políticos, etcétera. A eso se sumaban también películas donde el protagonista vencía a un poder totalitario, sólo con su voluntad, convicciones y valientes combates cuerpo a cuerpo. Era lógico ilusionarse con la idea de ser un héroe libertador, o al menos un líder político trascendente que hiciera un cambio sustancial en el mundo.
Incluso la música hablaba también de esas hazañas, de las injusticias y realidades adversas en el mundo, en una época donde los artistas no estaban limitados a la búsqueda de la simple fama y fortuna, proponían canciones de protesta, de crítica social, de rebeldía juvenil, reflexiones filosóficas, enriqueciendo aún más ese imaginario colectivo.
El mundo no obstante seguía su curso y lo que hace unas décadas aún podía expresarse como convicción política hoy día está prácticamente satanizado, en parte por la derrota del bloque soviético en la guerra fría y en otra por los crímenes que individuos megalómanos y sin escrúpulos cometieron en contra de civiles inocentes, opositores políticos y a veces por cosas tan absurdas como utilizar gafas. Sin embargo no vemos que se resalten en los medios de la misma forma crímenes espantosos como el cobarde y brutal asesinato de Víctor Jara: los crímenes de los ganadores no existen, sus intervencionismos que instauraron las más crueles y cobardes dictaduras no son señalados como tales, como si las juntas militares argentinas, el franquismo y demás atrocidades en Latinoamérica, África y el mundo árabe no hubiesen existido, lógicamente porque cedían recursos y territorio a la hegemonía estadounidense.
La sofisticación de los métodos de espionaje ahora es tecnológica y ya no requiere intervención humana directa, incluso un software puede analizar y detectar palabras clave en las conversaciones de algún sujeto de interés en una investigación policial o de inteligencia, pero las cárceles como la de Guantánamo siguen siendo una realidad, lo mismo tantos campos de prisioneros políticos y militares alrededor del mundo donde quién sabe cuantos sufran los interrogatorios más extremos, las técnicas más específicas de manipulación psicológica y torturas de toda índole. No me estoy inventando nada, es de conocimiento público y de interés internacional, aunque en el día a día realmente no se haga al respecto poco más que alguna condena enérgica que a lo sumo cambie la localización de una prisión y el castigo a unos pocos chivos expiatorios.
Sin embargo para lo que sirve hoy día toda ésta tecnología, salvo en regímenes más autoritarios, es para vendernos mercancías con una precisión quirúrgica, pues nosotros mismos proporcionamos los detalles de nuestros intereses, vida diaria, emociones, anhelos y hasta fantasías. Cargamos con nosotros dispositivos de geolocalización en todo momento, expresamos prácticamente todo cuanto nos viene a la mente, hasta lo más insignificante o burdo, en redes sociales y conversaciones que fácilmente pueden capturar expertos informáticos sin demasiado esfuerzo, y las mismas compañías a las que cedemos nuestra intimidad al aceptar sus términos y condiciones sin leer, los venden a otras por unos centavos. Además como comentaba en un artículo previo, la cultura ahora se ha volcado hacia el polo opuesto: se fomenta el consumo, se condena y proscribe la empatía y el deseo de un mundo más justo y equitativo es descalificado por el imperante individualismo extremo que nos venden como mentalidad de triunfador.
Ya no es necesaria la contrainsurgencia ni el espionaje cuando nosotros mismos somos el Gran Hermano de Orwell y anhelamos el Mundo Feliz de Huxley.
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