Gibran Hernández
La razón por la que fui moderando mi discurso y formas de lucha política fue gracias a una paulatina comprensión de las implicaciones de la violencia, la represión, a una re-valoración de la vida humana, la dignidad y las consecuencias de abrazar algún extremismo político. Ésto último es de hecho mucho más fácil y cómodo porque automáticamente se disipan todas las consideraciones, dudas, ya no hay que evaluar nada: automáticamente todo “se resuelve” con facilidad y las decisiones se reducen de forma drástica, hipotéticamente por supuesto.
En
todo momento y en distintos contextos se glorifica la violencia y se
le adjudican propiedades que no tiene, por ejemplo el romantizarla
como el motor de la historia al creer que las revoluciones
consistieron únicamente en el uso indiscriminado de la fuerza, como
si las ciudades, las leyes, la civilidad, la tecnología, el progreso
humano moral, social y científico, emanasen mágicamente de la boca del fusil, de
la flama de la antorcha y de la piedra lapidaria.
No soy ningún pacifista ingenuo, por supuesto que creo en la defensa de la propia integridad y entiendo perfectamente que el Estado se constituye precisamente monopolizando la violencia para con ello establecer un pacto social en el que los ciudadanos ceden el uso de la fuerza al mismo a cambio de seguridad, teóricamente. Pero de eso no se sigue que la violencia sea una herramienta todopoderosa y siempre justificable como pretenden los extremistas cavernarios de toda índole, esos que son incapaces de pelear a puño limpio y en igualdad de condiciones por lo general, pero gustosamente linchan en una turba, matarían infantes y seres indefensos en general, siempre que tengan ventaja, si creen que están logrando algo para su causa. Alegan siempre la justicia, la retribución y la venganza, el castigo ejemplar a los enemigos que deshumanizan en todo momento y prácticamente así ha sido en toda la historia humana: nadie que cometa un despojo, un asesinato cobarde o una represión brutal reconoce el mal en ello, hace un discurso alrededor para romantizar sus actos y cuando éstos son tan crueles y cobardes que no basta la apología, simplemente lo considera un "daño colateral", un hecho "lamentable pero necesario" para lograr sus “objetivos gloriosos”, que cree más grandes que la vida, la integridad y la dignidad humanas.
Por eso es que a los que tratamos de cambiar al mundo con ideas, con trabajo, con arte, manifestaciones pacíficas, reformas políticas, programas sociales y educación nos llaman tibios, nos descalifican, desprecian e incluso detestan más que a sus satanizados adversarios o bien nos ponen en el mismo costal todos los bandos de extremistas: no somos útiles a sus propósitos y ambiciones, no estamos dispuestos a morir y matar por sus ambiciones individuales que disfrazan de causas: llamamos siempre al consenso, al diálogo, a la razón y a la tolerancia que tanto detestan.
No se malinterprete ésto tampoco: estamos conscientes del mal, sabemos de la enfermedad mental, de la perversión, del odio, del crimen y la brutalidad, sabemos que no tienen cura y que deben ser severamente castigados, sí, pero con cárcel, con trabajo, con resarcimiento de los daños cuando es posible y cuando la vileza es inenarrable sin duda es comprensible o al menos discutible la pena capital, pero también sabemos que ésto debe emanar de un juicio justo, de un estado ejemplar que cumpla con sus funciones sociales, no como ha sido siempre: de estados tiránicos, oligárquicos, totalitarios y dirigidos por megalómanos criminales, cobardes y perversos.
La invitación aquí es a no dejarse engatusar y volverse carne de cañón para los intereses de éstos últimos, pues históricamente así ha sido como se han instaurado los regímenes de terror: la violencia en sí no construye nada, únicamente es en el mejor de los casos la consecuencia de circunstancias que se deterioraron a un punto donde se produjo un estallido social incontrolable, pero no crea los cambios en el mundo. Esos los hacemos con trabajo duro y colectivo, no a punta de bayoneta.
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