Gibran Hernández
Quien no comprende el mal suele pecar de ingenuidad, creyendo que puede negociar con un ser malvado, que puede hacerle entrar en razón, apelar a su empatía, a su humanidad y convencerle de hacer el bien, tristemente lo que suele ocurrir es todo lo contrario.
Quienes más incurren en
éste error son los activistas del siglo XXI, desgraciadamente. No es
mi intención atacarles, todo lo contrario, entiendo que son bien
intencionados, que sus objetivos son nobles y sus causas son justas: pero es muy diferente la comprensión de esas problemáticas y el cómo
pretenden resolverlas, ahí me parece que yerran a menudo.
Vivimos en una época complicada donde conviven los más grandes privilegios y confort con la esclavitud más terrible, con la maldad más putrefacta y vil, obviamente con sus grados entre ambos extremos. En uno de ellos, los que tenemos la suerte de estar en las capas intermedias gozamos de la paz, de tener más o menos resueltas las necesidades, y poder, por ejemplo, dedicarnos a la reflexión y el análisis, ejercer la razón de forma pública y pedir en los medios a nuestra disposición por causas y circunstancias que nos preocupan, primeramente porque podemos verlas como males sociales. Los que viven en ellas no tienen esa suerte muchas veces. Pero también no estamos sumergidos en las peores, de muchas no nos enteramos o si lo hacemos es superficialmente: hay horrores que sólo son anécdotas o rumores, nos son ajenos, pero no dejan de ser realidades terribles y persistentes.
Olvidamos a veces que venimos de una historia humana plagada de hechos violentos, transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales convulsas que costaron sangre y fuego, vidas incontables, que no tiene poco que se ejecutaba descaradamente a opositores a regímenes y se perseguía abiertamente a las personas por expresar su pensamiento. Es pues la ignorancia de la historia lo que hace que algunos privilegiados quieran juzgar el pasado con los valores y visión del presente, cometiendo el grave error de querer censurarlo todo y vivir en una burbuja de falsedad, que le causaría estupor a Orwell y a Huxley: no se puede, ni se debe suavizar la realidad, ni la memoria de la misma, a lo sumo debe quizá explicarse y estudiarse con detenimiento para ver cuánto hemos avanzado, en el mejor de los casos. Es por eso que sociedades como Noruega sólo han podido dar 21 años de cárcel a su peor asesino, Anders Breivik, por 69 cobardes homicidios: no contemplaban en sus leyes un crimen tan atroz, por tanto no tienen un castigo proporcional al mal que sufrieron.
Es por esto que no es sensato pedir censura, suavizar los hechos, negarlos, ni intentar en todo momento resolver únicamente por medio del diálogo y la benevolencia los problemas graves: porque hay realidades que rebasan por mucho las tesis de la posmodernidad. El uso de la fuerza es un mal que seguirá siendo necesario para enfrentar males mayores y por ende debemos dominarlo, para defender a nuestros seres queridos, a la ciudadanía, al pacto social, que es el Estado, de sus enemigos naturales, aquellos que no respetan absolutamente nada y que suelen ser enfermos mentales incurables, pero conscientes del bien y el mal, eligen éste último y les produce placer. Los malvados son los primeros en regocijarse y en ser beneficiados por leyes blandas y benevolentes, los que suelen ser irrehabilitables, imposibles de reintegrar a la sociedad. Y por otra parte: ¿cómo beneficia a la sociedad la reintegración de un ente que la ha dañado irremediablemente con saña y sin arrepentimientos? ¿cómo resarce y devuelve las vidas que arrebata, que destruye, que mancilló de forma irreversible?
No apelo a la ley del talión, ni a la venganza: no las considero tampoco formas de justicia. Pero sí apelo en todo caso a máximas del Bushido o de otros códigos morales de tiempos convulsos como el nuestro, donde entendieron la necesidad imperante de formar gente buena en el dominio de la violencia para enfrentar a gente malvada igualmente hábil en la destrucción.
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